Viajar para otra cosa
Tuve una abuela viajera. Recuerdo con entusiasmo cuando nos reunía en su casa para mostrarnos las cosas traídas después de dos o tres meses de ausencia, todo lo que salía de su maleta era un mundo desconocido para los asistentes: los calcetines japoneses de algodón blanco, a modo de botín, que se abrochaban por detrás y tenían marcado el dedo gordo; el marrón glasé francés que compartía generosamente como el más preciado de sus tesoros; las figuras de lladró que sacaba un suspiro a las señoras; los cigarros españoles apestosos que humeaba en las labios de los hombres; la blusa italiana; el traje honkonés; el encaje belga. En esos convivios, mi abuela ofrecía de comer un platillo degustado en sus paseos y que con condimentos mexicanos podía imitar, así también llegaba a nuestra boca algo del olor de las cocinas de allá. De los lugares que mi abuela visitaba escribía a amigos y familiares. A las nietas enviaba postales de colección, cartones bordados con hilo con los vestidos típicos del lugar y así imaginaba yo cómo era la gente que había vendido todas esas cosas a mi abuela. Contaba ella de su facilidad para darse a entender a pesar de no conocer un vocablo del idioma, de los amigos que hacía y saludaba. Reseñaba un recorrido, lo distinto de los escusados, la peripecia en algún aeropuerto. Mi abuela viajaba para conocer la cultura viva de un país y no tanto el pasado histórico. La particularidad de cada lugar está en la gente y sus objetos, aprendí.
Cuando empecé a viajar, buscaba conocer lugares de los que había oído hablar, quería ver edificios, probar sabores, conocer lo que producían las manos de otras culturas, escuchar nuevos idiomas, ver distintas razas. Y quizá durante veinte años eso hice y así fue. Pero ahora, que vengo de un viaje de casi 40 días, me doy cuenta que eso ya no es posible. Con las guerras, las migraciones y la globalización, la gente y los usos locales están esparcidos por todo el planeta. No es que el mundo se haya empequeñecido, como dijeran algunos, sino que se ha uniformado. Todo lo que antes estaba lejos y había que cruzar mares y aires para conseguir o ver, ahora está en mi país y en todos los países del mundo, en mi ciudad, al alcance de la punta de mis dedos en esta máquina que tecleo.
La falda de moda en Barcelona, es la misma falda que gritan los aparadores de Londres, que presumen las tiendas en Portugal, que visten las argentinas, y que se vende en las tiendas del centro comercial de mi colonia, todas hechas en china. La bebida que se consume mundialmente es el café, pero el de Starbucks, todas las tiendas idénticas, los vendedores parecidos y no sólo por el uniforme. En Londres los taxistas son paquistaníes, las camareras polacas, los meseros orientales, los barrenderos africanos, los vendedores irlandeses y con muy pocos ingleses puede tratar la gente común.
De mi maleta no salen tesoros únicos como los que traía mi abuela, cosas muy parecidas existen en la tienda de la esquina; por el correo electrónico casi no envío postales, no daré de beber café en un vaso verde impreso con una sirena, ninguna mujer local me pasó sus secretos domésticos. La particularidad de cada lugar del mundo ya no está en su gente ni sus objetos. Viajar y conocer el mundo es otra cosa.