56. Leer a mi abuelo
Leer a mi abuelo
Mi abuelo tenía una caligrafía preciosa. Garigoleada y clara, tipo Niconne para quienes saben de tipografías. Ignoro cómo desarrolló esa habilidad que requiere una paciencia de artista, que sí tenía y disciplina para trazar miles de veces la misma letra. No conocí su letra de joven. Cuando yo nací mi abuelo tenía 56 y desde ese día hasta que murió a los 98 lo vi viejo y apuesto. Vestía de traje, adornaba su corbata con fistol, acompañaba los suéteres con gazne.
Para las cenas de navidad, con su letra de presumir, escribía el menú en una cartulina blanca que centraba sobre el adorno de la mesa. Para los cumpleaños de la abuela, dibujaba una postal con tintas o ceras, y en la parte de atrás redactaba una idea rimada. Las tarjetas del abuelo eran tan especiales y cuando murió la abuela, yo me quedé con algunas para admirar lo que salía de sus manos y para corroborar que a su manera la quiso mucho. Digo a su manera porque mi abuelo fue un hombre de su tiempo, y las formas del amor de los señores de esos años incluían algo de dominio. Cuando me casé, le pedí a mi abuelo que rotulara los sobres de las invitaciones. Ensayó la tinta y la pluma, y muy responsable de su labor hizo un trabajo que admiré. Qué letra más bonita, como las de antes, como las que ya nadie hace.
Mi letra es absolutamente personal y funcional, a caballo entre la letra de molde y la cursiva porque cuando estudié el sistema escolar transitaba en el modelo de enseñanza. Si escribo rápido, como la mayoría de las veces hago, queda algo casi ininteligible. Si escribo despacio hay algo ahí, lleno de la energía del momento, nada feo. Pero ahora, la mayoría de las veces la escritura se da con la yema de mi dedo sobre una tecla. Una amiga dice que cuando escribe están ella y Dios, y cuando tiene que leer lo que escribió, solo Dios puede descifrarlo. Escribo a mano en mi agenda de papel y en mi libreta de notas sobre la lectura. Ahí queda registro del color del plumín, de mi pensamiento, de la pausa o la prisa del registro.
Me topo con la letra de mi abuelo cada año cuando pongo el altar de muertos y a su foto la acompaño con una calaverita que él mismo escribió titulada La calavera del abuelo. La saco de la caja donde la guardo para reproducirla en esta nota. “Alejandro, dijo la calaca horrorosa. Vengo por ti por orden de tu esposa. No te la jales, pensé, cómo puede ser esa cosa. Pero palabra que estaba vestida toda de Rosa.” Mi abuelo se llamó Alejandro y enviudó de mi abuela Rosa.
Aquí junto a mí, en un papel amarillento para notas de escritorio, está la letra de mi abuelo, su humor, y me siento cerquita de él, aunque no lo haya visto en 18 años.
Edmée Pardo para Opinión51