Chipendale mixto
Diez treinta de la noche, viernes: el tráfico en Insurgentes es casi insufrible; lo hace soportable el plan que se han propuesto alrededor de 100 personas que se dan cita el Chipendale de la ciudad de México que ha abierto una nueva modalidad: es mixto viernes y sábados. Los jueves sigue siendo sólo para mujeres --explica el gerente vestido con un traje de mal gusto excepcional. Es cierto que frente a los hombres las damas tardan un poco más en desinhibirse y algunas hasta se molestan, pero a las que vienen con pareja les gusta. Ellos aprenden, es bueno para los dos, ya no hay que separarse, la infidelidad no les da miedo, están juntos, de lo que se trata es de gozar, de tocar.
--Mira, así, mi amor --dice Ricardo, el anfitrión del lugar, mientras lleva la mano de una del trío de cuarentonas por su pelvis que se mueve en vaivén y la recarga en un miembro grande y en reposo--, lo que quieras, tú pide lo que quieras y yo te lo consigo.
Ellas, las cuarentonas, son las mujeres de mayor edad en el lugar, llegaron a las diez de la noche y pidieron mesa de fondo. La morena recién separada acostó a los niños y resolvió salir para no llorar sus pena sola en el colchón que ahora siente tan grande; la veracruzana, de melena rizada y leonina, que ha decidido interrumpir el romance con el hombre 20 años más joven que ella; y la rubia de escote pronunciado, animada, quizá ya muy vieja para ser madre.
Los meseros visten de negro, camisa y corbata, pantalón que señala las formas de su cuerpo, parecen aseados, usan joyería: anillos, artes en la nariz, cadenas de oro, huelen a loción; les hablan de tú a las clientas, les dicen mi reina, cuando las escuchan acarician sus piernas, se detienen en sus escotes, las miran libidinosos porque ahí están las posibles inversionistas de la noche, no les interesa una propina del 15 por ciento, lo que quieren es llevarlas a donde sus pasiones les pidan.
En un extremo de la pista, dos parejas beben una botella de ron, platican entre ellos, bailan la música disco que el dijei dirige desde la cabina que parece más el hueco de una celda que el lugar del olimpo donde los dioses deciden el ritmo de la noche. Ellas bailan, ellos las miran, ellas se rejuntan y entrelazan sus cuerpos, ellos dejan de mirarlas mientras ellas celebran sus audacias con tremendas risotadas. Se sientan, beben otra cuba, se miran en complicidad, conversan con sus hombres. Platican demasiado entre ellos como para ser matrimonios. Quizá dos amigos y dos amigas que exploran sus deseos; otra cuba, brindan. Esperan que la noche avance entre sus vasos.
Por allá una mesa de tres hombres solos ha pedido una botella de vodka, en sus sacos hace bulto la corbata recién quitada, ya han desabotonado los primeros ojales de su camisa azul claro. Se miran liberados de la oficina.
En otra mesa discuten seis mujeres, todas con pantalón de mezclilla, celular al cinto, bolsas imitación Lui Vuitron, camiseta untada que señala las formas abundantes de sus senos, los cabellos sueltos, lacios, güeros a fuerza de químicos. Esperan con ansia que salgan los bailarines. Ricardo explica:
--Estos boletos valen 100 pesos cada uno, cuando ustedes vean a alguien que les guste y quieran que se les acerquen o quieran tocar, oler, rasguñar, apretar, morder, aquí todo se vale mis amores y todas vienen a lo mismo, nada más muestran el boleto y se las llevan a la pista a bailarles muy de cerca. Ahora que si les da pena, pueden pedir un privado, nadie tiene que verlas.
--¿Puede ser un privado para dos? --pregunta una.
--No, mi amor --dice Ricardo en cuclillas, tocando la pantorrilla de la que habla como si fuera su amante en turno, como si la deseara, como si entre ellos hubiera algo ya marcado por el destino--, el privado es nada más para una. Es por si eres penosa, pero ¿a poco no te gusta la gente desinhibida? --y él corre la lengua por su boca enseñando ya lo hábil que es uno de sus instrumentos de trabajo.
Entra otra pareja, ella de pelo recogido en chongo, él de chamarra de cuero. Piden mesa de pista, seguramente ellos sí están casados, no se dirigen palabra, miran el lugar: los muros grises, las plantas artificiales al principio de la escalera que lleva a los sanitarios, a la cabina de los artistas, quizá a la oficina. Él observa con detenimiento la barra oscura, no sabe si serán adulteradas las botellas, en ese tipo de sitios todo es sospechoso, incluso ellos. Ella no va tan segura, él ha tardado en convencerla pero sabe que sí le gustará, si la anima de ahí pueden dar el salto a un bar swinger y entonces él cumplir sus fantasías.
Por allá Ricardo da la bienvenida a otro grupo de mujeres que pide mesa de pista, son mujeres en promedio de 25 años. Una de ellas va a casarse, es su despedida de soltera, viste pantalón de piel y suéter de cuello cerrado, no usa maquillaje, el pelo recogido con una pinza plástica. Los ojos le brillan, quizá por el amor, quizá por los hombres que mira desfilar al principio el espectáculo que da inicio a las 12 de la noche. Circulan cuatro bailarines y cuatro bailarinas, es su presentación y también el tiempo en que la clientela selecciona su favorito, quien los llevará a un rincón, con quien abrirán el principio de sus lubricidades.
El dijei anuncia la tercera llamada desde la celda de su cabina. Baja por la escalera el primer bailarín con traje de minero, desde el fondo de la tierra, dice el maestro de ceremonias, casco con lámpara, zapapico en mano, minúsculos shorts que dejan ver lo marcado de sus piernas, la cantidad de horas invertidas en el gimnasio, su piel perfectamente rasurada. Se mueve malamente al ritmo de la música que ha elegido para su coreografía.
Ricardo llega--¿Cómo van, mis amores, quieren un boleto? --dice mirando el escote de la rubia mientras le toma la mano y la mueve otra vez por su miembro que ya se siente un poco menos relajado. La veracruzana cruza la pierna y con el empeine de su zapato acaricia la entrepierna de Ricardo quien, ni tardo ni perezoso, suelta la mano de la rubia y se mueve junto a la veracruzana, se pone de cuclillas y se esconde bajo la mesa. Las otras dos amigas ríen y se sorprenden. Al frente, El Minero ha quedado en tanga blanca y sobre una silla ha colocado a la primera valiente de la noche que pagó cien pesos para ir a la pista para que el hombre restriegue su pelvis en la de ella, frote sus nalgas en sus senos, lama el cuello mientras su cuerpo se mueve en forma de lagartija. El Minero termina su numerito y baja La Novia, una mujer vestida de blanco con velo y escote enorme, a enseñar las nalgas y quedar en calzón de hilo dental y brassier. Las mujeres de las parejas que beben ron gritan como locas, evidentemente les gustan más las chicas que los muchachos, sus hombres se codean en espera de la fiesta que les aguarda: un cuarteto pleno de escenas lésbicas. El primer animoso de la noche se levanta y pasa a la pista. Él ha tenido que pagar dos boletos, el baile para hombres cuesta 200 pesos, que a diferencia de las damas no sólo pagan más caro sino que no pueden tocar cuando ellas untan sus senos en sus narices, cuando restriegan las curvas de sus nalgas en los miembros erectos que se denuncian a través del pantalón.
El espectáculo verdadero comienza en la mesa de las cuarentonas donde la veracruzana da la espalda a sus amigas y ellas sólo miran cómo su cuerpo se desliza sobre el banco hasta casi perder el equilibrio, el mantel de la mesa se mueve y una observa por el hombro de su amiga la cabeza de Ricardo metida entre las piernas, la veracruzana aprieta los labios y él con el miembro afuera se masturba mientras la chupa.
La Novia ya terminó su parte y baja el Latinlover, la veracruzana ha recobrado la postura y Ricardo regresa a su trabajo. La veracruzana pide casita para subirse pantaletas y medias.
--¿Cuántos boletos costará esta mamada?
Latinlover es un hombre sexy, de pelo largo, moreno, el más guapo de todos, que se deja una tanga verde fosforescente y botas vaqueras negras para que lo admiren las mujeres enloquecidas que alzan las manos al mismo tiempo. Por allá un hombre ofrece un boleto, el baile no es para él sino para su esposa. El animador celebra la generosidad masculina y la mujer, entre sospechosa y libre, pasa al centro, acaricia las nalgas del bailarín supuestamente de Puerto rico y se agasaja. La cara que tiene cuando regresa de la pista es de travesura y decepción, es su marido: las nalgas fláccidas y conocidas las que la esperan sobre el banquillo.
Las amigas animan a la futura esposa, la llevan al centro, la futura esposa se divide entre la pena y la locura, finalmente muerde el pezón sudado del bailarín, acaricia las nalgas, suelta el cuello a hacia atrás cuando él pasea su mínimo miembro entre los pechos ansiosos de ella. No importa cuánto talle el Latinlover su pelvis contra nalgas y pechos, su miembro permanece dormido, por instrucciones previas, para poder trabajar toda la noche.
La veracruzana va al baño a quitarse las babas de entre las piernas, la sigue Ricardo quien casi no pone atención en su trabajo, pero el gerente del lugar lo manda llamar y él pierde la oportunidad de seguir con la faena que había empezado. Ahora baja por las escaleras por donde subió la veracruzana una mujer en hábito como el que usara Sor Juana. La Monja llega al escenario moviéndose muy despacio al ritmo de música sacra. Cuando separa las manos que lleva unidas en forma de oración la música cambia, se quita el hábito y queda en un juego blanco de encaje que favorece el cuerpo de cualquiera: ella tiene las nalgas y los pechos operados, queda en una mini tanga de hilo dental que separa de su piel iluminada por luz negra en espera de que algún hombre la reclame. Los hombres andan lentos y el presentador los incita, quizá sean ellos los inhibidos frente a las mujeres que piden carne en sus cuerpos, en su bocas. El maestro de ceremonias anima a la concurrencia dividiendo la sala en dos: las cachondas y las calientes, todavía sin saber bien qué vocabulario usar que incluya a los hombres que visitan el lugar. Finalmente pasa uno de la mesa de hombres solos. Los amigos lo festejan, aplauden, regresa como guerrero que fue al campo de batalla pero que no pudo participar en el combate. Sus manos estuvieron atrás como amarradas y sólo pudo sentir a través de la camisa sudada del día, de su pantalón, el cuerpo de ella.
Por allá, El Minero y Latinlover siguen trabajando, llevan a las mujeres a los rincones del lugar, eso es el privado, y las recargan contra la pared y las hacen creer que las penetran, que ni las formas obesas de sus cuerpos ni la celulitis importa a ellos, pequeños dioses, que las aman, que les complacen todas sus fantasías.
La futura esposa ya trae el pelo suelto, Latinlover le ha hecho tres bailes especiales.
--Júrenme que ninguna se lo va a decir a Moi --les pide con vaso en mano dejando ver su anillo de compromiso.
--El chiste es que tú nunca se lo digas, ni en un ataque de confianza y sinceridad.
Las de celular en cinto ya han invitado a su mesa a El Minero que departe amablemente con ellas. La pareja de matrimonio se toma de la mano mientras miran el espectáculo, las dos parejas de mujeres lésbicas han pedido la cuenta. Las cuarentonas murmuran entre ellas.
Llega directo desde Cancún, según canta el maestro de ceremonias, Gameboy, un joven de espaldas enormes y gafas de sol que brinca como pollo herido combinado con algo de arte marcial. Es el único que luce la virilidad de sus vellos y no espera a que una mujer de mesa en segunda fila alce la mano con boleto. Va por ella y la lleva al escenario, pega sus caderas y ella lo sigue en un entendimiento pronto. La empina en la silla y muerde sus nalgas sobre el pantalón de mezclilla, el maestro de ceremonias se coloca frente a la chica y ella en un momento imagina que está desnuda y cumple su fantasía: mientras un hombre la penetra, ella succiona el pene enorme de otro. Abre los ojos, está en un centro nocturno, ríe, agarra las nalgas del animador, regresa a su sitio, uno de los hombres solos choca su mano con la de ella en muestra de felicitación, quizá de ligue. Sus amigas la reciben con vaso en mano y brindan. No hay más bailarines, son las tres de la mañana, las mesas empiezan a desocuparse. Afuera, el grupo de secretarias aguarda un taxi, la pareja de casados sube a su auto nisán, las cuarentonas trepan a su carro último modelo. Todos avanzan por la avenida de los Insurgentes que finalmente está libre de tráfico.