De cómo la nariz de pinocho me libró de más psicólogos
Lloro por todo: cuando alzo el tarro de cerveza y brindo con una amiga que quiero, al imaginar el brillo de los ojos de mi madre cuando fue niña, cuando miro a mi hermano y a su hijo de 6 años jugar en la alberca, al escuchar en la voz de mi padre la historia de su padre, en la mesa cuando mi hermana da gracias por los alimentos, cuando el del cumpleaños –quien sea-- apaga las velas de su pastel, en las ceremonias de premiación de las olimpiadas cuando un hombre recibe una medalla y suena el himno (aunque hasta ese momento me fueran desconocidos el deporte, el país y el deportista), cuando la ganadora de dos millones de pesos llora en la televisión. Evidentemente, lloro en bodas, bautizos, graduaciones, quince años, misas de muerto y cuando digo a mi hombre que lo amo. Ni qué decir en pleitos, ofensas, conversaciones con tres copas encima.
Cuando digo que lloro por todo no me refiero a que suelto la lágrima con pujido y moco, sino que el nivel de agua me sube a los ojos, los enrojece, y me quiebra la voz. Más bien como que quiero llorar por todo y la mirada se inunda.
Quiero aclarar que no padezco una alteración química en el cerebro, no sufro un desarreglo hormonal, no paso por un momento difícil de la vida. Así soy. Y ser así me incomoda porque además es involuntario. Me avergüenza que en un brindis de trabajo en el que todos sonríen, el rimel se me escurra; realmente es innecesario interrumpir al abuelo cada vez que da un discurso con el soplido de mi nariz; no necesito distraer a mis alumnos de las líneas magníficas de un poema con un quiebre de voz.
No es que esté mal ser llorona, simplemente que mis lágrimas la mayoría de las veces están fuera contexto. Me frustra que cada palabra que mueve mis emociones también mueva mis lagrimales.
Una noche, ya acurrucada en la cama, después de haber hecho otro numerito de lágrima fácil en casa de la vecina, estaba pensando en mi emocionalidad –así la llamó el psicólogo—cuando de pronto me acordé de Pinocho. Me sentí un poco como él, traicionada por el cuerpo: las mentiras se le notaban en el tamaño de la nariz y la ignorancia en las orejas de burro.
A la mañana siguiente amanecí con ganas de leer el cuento de Carlo Collodi en la versión del autor. Releí con gusto el libro y caí en cuenta de dos cosas que había olvidado: Pinocho tenía esa naturaleza rebelde porque ese era el temperamento del leño que el Maese Cereza dio a Don Goro y con el cual se creó al muñeco, y que al final de la historia –después de experimentar las consecuencias de su carácter-- el muñeco se mira al espejo y ve que se ha convertido en un muchacho.
Aprendí del cuento tres cosas importantes. Una: soy llorona porque estoy hecha con un madero tropical acostumbrado a las aguas y las humedades. Dos: mis ojos constantemente humedecidos algún día me permitirán ver en el espejo a la mujer de carne y hueso que quiero ser. Y tres, que la literatura dice más que muchas horas de doctores tratando de averiguar por qué lloro por todo.