Día de muertos

 
 

Hay una caja de cartón en el cuarto de servicio que dice Día de muertos. Duerme durante todo un año junto a otras en que se lee Navidad. La saco y tomo los objetos que han ido llegando a lo largo de los años en que pongo el altar. Una pareja de calacas de barro, manteles picados, calaveritas de azúcar y chocolate incomibles ya, floreros, palmarias, el vaso para el agua, el platito para la sal, ofrendas de arroz y mole hechas con migajón, un platón para el pan. El inventario se ha mantenido más o menos igual, pero las fotos de los muertos ha ido creciendo. Está mi abuela materna, a quien no conocí, pero que luce guapísima en blanco y negro desde donde mira a sus otros compañeros de mesa. También está su madre, Madrene, meciéndose en un columpio a lo ancho de todo el aire de su juventud. Mi abuela paterna, elegantísima, vestida de largo la noche que conoció a mi abuelo. Mi tía Connie a color, en un vestido azul que combina con sus ojos alegres. Mi tía Bettine muy seria, en una foto para documento. Mi único ahijado, Nicolás bebé, en un marco colorido. El año pasado llegó mi hermano y se convirtió en el centro del altar no sólo porque es el más querido de mis muertos, sino porque tengo una foto donde luce todo lo hermoso que fue, la coloco en medio de láminas de caballos para que esté muy acompañado por su animal favorito y le pongo un cigarro. En una esquina, como no queriendo ser parte de la escena, está mi perra Weimaraner, Nedra, con quien pasé once años de calles y paseos. Todo esto va sobre un baúl que uso de mesa, con mantel largo, flores, velas, inciensos.

Festejo la tradición del altar de muertos, sus colores, las llamas, los aromas, aunque ponerlo duela un poco. Hace tan evidente lo separado que estamos unos de otros, que la ausencia se cuaja en un aire visible alrededor de la mesa. Para aminorar esa distancia les escribo una pequeña carta deseándoles luz, les confirmo que se mantienen vivos en las cosas específicas que aprendí de ellos y que repito de modo automático. Les recuerdo que mi casa es también su casa.

Me gusta presumir el altar a mis invitados, pero más me gusta sacar a la luz a aquellos amados que ya no son visibles. Ignoro si el día de muertos se abre una puerta dimensional entre planos de existencia y es así como quienes habitaron este mundo y se han ido vuelven a la tierra. Lo importante para mí es que reaparecen las caras de la gente que conforma el clan al que pertenezco. Hablo de ellos, su historia, de lo que significan: son el árbol del que provengo. La boca se me llena de gozo porque en mis palabras se hacen presentes y la distancia se acorta hasta disimularse por completo y por un momento creo que están vivos.

Después viene el puente vacacional si el calendario es generoso, la fiesta del pan, el ruido de los vivos, y todo se silencia hasta quedar de nuevo en una caja que irá al cuarto de servicio y que dentro de un año me hará pensar, otra vez, lo que un principio parecía imposible: he aprendido a vivir sin ellos.

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