Madrastra
Nunca quise ser la princesa de ningún cuento, pero jamás pensé en que me convertiría en lo que soy ahora: la madrastra de mi historia.
Edmée Pardo
La familia ha ido evolucionando en la búsqueda de nuevos formatos para convivir con las personas que amamos. En México, según datos de la CONAPO, más del 60 por ciento de las familias no corresponde al modelo convencional y la tendencia es creciente. Es decir, cada vez hay más familias compuestas en modalidades mono, homo y hetero parentales que, incluso a veces, viven en distintas casas. En términos prácticos esto significa que gran parte de la población debe readaptar sus roles parentales y filiales. Aunque sepamos que la vida no es un cuento de hadas y que príncipes y princesas no existen, lo que nunca sospechamos es que muchas mujeres en franco siglo XXI estaríamos en el papel de hijastras y madrastras.
He sido hijastra en dos ocasiones. Mi primera madrastra cumplía con todas las características que señalan los cuentos infantiles: celosa del amor del padre hacia los hijos de la unión previa y tajante en la diferencia entre sus hijos biológicos y los otros de un modo excluyente y doloroso. Yo, la hijastra, no estaba plena de bondad ni victimización, ningún príncipe me salvó de sus garras. Esa mujer no me simpatizaba, pero lo que me gustó menos fue la persona en que me convertí a su lado: aprendí el odio y rencor en carne propia. Con voluntad trabajé el entendimiento y el perdón para aligerarme la vida. Y luego, gracias a las hadas, mi padre se divorció de ella para volverse a casar. Mi segunda y actual madrastra es una mujer con un corazón amplio e integra a los hijos adultos de ambos a una vida familiar más armoniosa que no libre de conflicto. No es la madrastra en términos figurativos, pero es mucho más que la esposa de mi padre. Entre ambas hemos construido una relación de afectuosa complicidad en busca del bienestar común.
Del otro lado de la moneda y por destino poblacional, desde hace unos años soy la madrastra del hijo de mi pareja. El formato que escogimos fue que mi pareja y su hijo vivieran en su casa y yo en la mía. Se trata de no estresar más al papá que, entre ambos cariños y perspectivas, a veces se siente más dividido entre dos amores que integrador de una familia compuesta y no convencional. Por complicidad con mi hombre e interés genuino hacia su hijo he adquirido un rol parental con el ya joven. Ni a mí su vida actual de “nini” ni a él mis modos definitivos nos caen bien. No hay guerra entre nosotros, pero sí una intolerancia en donde al muchacho lo dominan unos deseos imparables de salir a caminar o encerrarse en su cuarto justo cuando llego a su casa y por mi lado, he de reconocerlo, he soñado con manzanas rojas y jugosas.
No sospeché que una relación de este tipo requiriera tanta energía, sapiencia y orientación. No quiero ser la madrastra malvada ni que él sea el hijastro víctima o rencoroso. Por mi parte hay empatía y esfuerzo para construir nuestro lazo: he estado en sus zapatos y sé que en la relación entre su padre y él salgo sobrando, pero también sé que estamos tejiendo nuestro formato de convivencia de cara al futuro.
¿Para qué estamos cerca de alguien sino para hacernos más completos con el otro? Esa es mi intención. Creo que si nombro de otro modo la relación, existe la posibilidad de que ésta sea distinta: por eso le llamo “hijo de mi alma”. Nuestras almas comparten tiempo, espacio y amor por la misma persona. Con esa voluntad lo integro como miembro de mi familia aunque no tengamos lazos de sangre. Ignoro cómo se refiera él a mí. Quisiera, más que ser la pareja de su padre, convertirme en alguien que aporte a su vida.
Me queda la tarea de escribir nuevos cuentos infantiles y nombrar esta realidad amorosa y compleja con una palabra que no suene a bruja, ni a madre, ni a amiga, ni a tía. Estar tan cerca de un ser humano, de esta específica manera, es un reto enorme que con el tiempo espero se convierta en un cariño que no quepa en ninguna de esas palabras viejas.