La Nedra
Me la regalaron de dos meses, cachorra, cabía todo su cuerpo en mi brazo. Entonces supuse que era algo tierno, lindo como de anuncio, y la dejé subir a mi cama. La metía entre las sábanas y con su calor empecé a sentirme acompañada. Claro que la perra creció y se convirtió en algo incómodo para las dos, pero la flojera de quitarle el hábito, de aguantar sus aullidos toda la noche, me obligó a comprar una cama matrimonial. Las cosas no pararon ahí y ni qué decir lo que fastidiaba la una a la otra cuando alguna padecía insomnio, pulgas, pesadillas, menstruaciones, o llegaba un novio (perro o varón) a pasar la noche. Por supuesto, mis galanes comenzaron a escasear y los caninos a multiplicarse. A los hombres les molestaba mi perra pero a los perros no les molestaba yo. Entonces empecé a sentirme sola. Sin saber cómo, supongo que en parte por el instinto, las cosas poco a poco tomaron otro matiz. Francamente me sentí contenta, al grado de querer mover el rabo, cuando Nedra trepó al colchón y puso su cabeza en la almohada mientras yo me enrollaba en el tapete que había jalado con mi hocico hasta el pie de la cama.