También

 
 

También en la cama me pegaba. Me acostaba boca abajo esperando la cueriza prometida. Pero el sufrimiento no empezaba ahí sino desde que se dictaba el castigo. Ya lo demás era conocido. Si no me dejaba golpear, el número de azotes subía y entonces ya no importaba que fuera en las nalgas: las piernas y la espalda quedaban marcadas. Dice que era la usanza para educar, yo más bien creo que era la salida de su propia frustración. Pero de esas historias el colchón no quiere acordarse.

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