Crónicas de Uganda 1
Fui a Uganda a ver gorilas. Desde hace mucho tenía el deseo y este Junio pasado confluyeron el dinero, el tiempo y la compañía: tres amigas cumplimos 40 años y fue nuestro regalo. Nos encontramos en Londres, una venía de un congreso en Chicago, otra de visitar a una amiga en París, y yo directo de México. Ocho horas después, aterrizamos en Entebbe, junto al Lago Victoria. Yo soñaba con conocer la fuente del Nilo desde que leí la biografía de Richard Burton, el explorador quien junto con Livingstone dedicó gran parte de su vida a ubicarla. Llegamos a las 6 de la mañana. Ver el sol tras la montaña avisó, lo supimos después, que algo amanecería también en nosotras.
Contraté un servicio de safari por Internet, sudé con cada depósito que hice: por tanto fraude en la red temía llegar a Uganda, que nadie hubiera para recibirnos y esa se convirtiera, nunca mejor dicho, en la aventura de nuestras vidas, en especial de la mía por la responsabilidad, el cargo de conciencia y el dinero. Los preparativos para el viaje incluyeron vacunas contra la fiebre amarilla, cólera y malaria; ropa y zapatos especiales de campismo, poncho para la lluvia, sombrero, afeites contra mosquitos y para protegernos del sol. En el duty free de Londres compramos 4 botellas de whisky que resultaron insuficientes para la travesía.
Fuimos a Uganda porque sólo hay tres países en el mundo donde se puede visitar gorilas: Ruanda, Congo y Uganda. De esos tres sólo Uganda ofreció el servicio que buscábamos. Nos recibió en el aeropuerto un hombre altísimo, de un negro azuloso, que dijo en inglés llamarse Gabriel, como el ángel. En Uganda el idioma oficial es el inglés y se usa para todo lo legal, pero la mayoría habla Luganda entre sí y otras lenguas según la tribu a la que se pertenezca, además de suahili que es la lengua común en toda África del Este.
Los gorilas viven en el bosque de lluvia en una zona protegida llamada Parque Nacional de Bwindi. Bwindi es un poblado de calles de tierra, sin luz eléctrica, agua potable o drenaje. Viven de la agricultura –Uganda en un país bananero y cafetalero– y del turismo. Las casas son de una sola habitación, construidas con adobe y techo de palma. La población está acostumbrada a ver gente blanca que viaja a conocer gorilas o en una comisión de ayuda internacional, por eso los niños de ahí no gritaban Untzuni cada vez que nos miraban. Untzuni quiere decir blanco.
Para ver gorilas hay que comprar un permiso que otorga el gobierno de Uganda en conjunto con la Fundación Africana de Vida Salvaje. El permiso cuesta casi 300 dólares por día, sugieren adquirir dos ya que como los animales viven en su habitat natural no hay garantía de encontrarlos en cada expedición; se consigue con 6 meses de adelanto pues sólo pueden subir 5 turistas por cada grupo de gorilas, 15 en total.
De los 300 gorilas que existen en Uganda, la mitad de la población mundial, sólo pueden visitarse 3 grupos de aproximadamente 20 miembros, el H, M y N. Cada letra corresponde a la inicial del lugar donde se encontraron por primera vez. Habinjanya, Mbare, Nkuringo. Previo a subir a la montaña hay una plática en donde los guías locales explican las reglas a seguir. Uganda quiere hacer del turismo ecológico una de las fuentes de ingreso más importantes y cuidan a los gorilas como lo que son, la joya de la corona. Temen que los humanos les contagiemos alguna enfermedad y los exterminemos debido a una gripa. Si alguien avisa antes de empezar la caminata que está enfermo o se siente mal le devuelven el 75% de su dinero y no va. Si descubren su malestar en el camino, lo regresan y no le restituyen ni un centavo. Si alguien tiene la necesidad de orinar o defecar en la montaña, debe cavar un hoyo de 30 centímetros de profundidad para que no queden bacterias al aire. La visita tiene una hora de duración y la distancia mínima entre los gorilas y los humanos es de cinco metros. En general son tranquilos y rara vez el macho dominante ataca, si lo hace es para defender a su familia. Se recomienda evitar el contacto visual para que los gorilas no se sientan agredidos, si esto ocurriera el humano debe bajar la mirada en señal de absoluta sumisión.
La caminata es de entre dos y seis horas para llegar a donde se encuentren los gorilas, dependiendo de la ubicación del grupo. Recomiendan alquilar un cargador que ayude con la mochila en la que va la cámara, el agua, el poncho. Nosotras accedimos a ello porque es también el modo en que viven del turismo, pero para mí su presencia fue fundamental.
Empezamos la caminata a las 9 de la mañana. El grupo que nos asignaron el primer día fue el grupo H. La experiencia de andar por esas montañas es de por sí poderosa: la vegetación, el color, la humedad, hacen que cada paso sea una fotografía mental. Un par de horas después entramos a lo que propiamente se llama el bosque impenetrable. Su nombre se debe a que no hay brecha, un camino trazado; todo se abre con machete y la vegetación trozada se repone de inmediato. No hay un sitio libre de raíces y arbustos donde poner los pies. La tierra mojada es un fango por donde resbalamos las pendientes que hay que trepar. El esfuerzo cardiaco era tal que por un momento sentí ganas de vomitar. Ahí fue donde los cargadores entraron en su doble función porque además de cargar con mis cosas uno me empujaba por detrás y otro me jalaba por delante. Mis amigas dicen que la caminata estuvo pesada, muy pesada, pero que no era para tanto y me tomaron fotos mientras yo no podía ni con mi alma.
Cuando nos acercamos al grupo H, nos avisaron para descansar un momento y prepararnos. Ya olíamos su presencia, ya escuchábamos su sonido. De pronto estaban ahí, en medio de la vegetación, en el piso, comiendo a sus anchas. Pacíficos, completamente en sí mismos. El espalda plateada se alimentaba bajando las ramas y seleccionando hojas, algunos críos subían por las lianas para orinar desde arriba y disfrutar el sonido de su chorro, otros más no se despegaban de sus madres. Me puse a llorar por la emoción, por el esfuerzo, por ese milagro que estaba viendo. Nada de lo que hacemos los hombres había vulnerado esa magnífica existencia y pude ser testigo, por un momento, de lo perfecto de la naturaleza. Agradecí mentalmente a Dian Fossey y reconocí el valor de su vida, no es exagerado decir que si no fuera por ella hoy esa especie ya no existiría. El milagro de estar ahí no es sólo mirar a los gorilas sino, también, por un momento ser mirado por ellos y ser perfectamente ignorado como si fuéramos eso que somos: otra especie más. Nos movíamos cuando ellos se desplazaban ya fuera para evitar la cercanía o seguirlos en el mayor silencio posible. El nombre del primer gorila que vi es Rukundo, lo supe al volver al campamento base –se identifican por la particularidad de sus fosas nasales–. Rukundo quiere decir amor.
El regreso fue casi tan complicado como la subida, había que frenar el impulso, cuidarse de los resbalones. Una hora después estábamos fuera del bosque impenetrable, mudas, conmovidas. Nos sentamos a comer con las manos llenas de tierra, sin sentirlas sucias, mirando el verdor que nos gritaba. Todavía caminamos otro par de horas para regresar. Al salir de la montaña, varios niños del poblado extendieron en el piso dibujos de gorilas que venden como recuerdo (nadie menor de 16 años puede ver a los gorilas porque todavía no se sabe qué sucede con la salud de los más chicos frente a estos animales), los esbozan a partir de las fotos que han visto y los ofrecen por un mínimo precio.
En el campamento base, de donde salimos, nos esperaban para una ceremonia de cierre en la que entregaron una constancia por haber hecho la hazaña. Explicaron que gracias a los donativos los gorilas se han reproducido 12% en los últimos 10 años.
Al día siguiente repetimos la experiencia pero ahora con otro grupo, el M. Estaba yo lista para perder el pulmón en el camino pero la ruta era más sencilla y me pareció, comparada con la anterior, andar sobre pavimento. El grupo M es más pequeño pero hay más críos. Verlos trepar, rodar y jugar entre ellos, nos tenía muy divertidas. Fue un espectáculo distinto. Igualmente extraordinario.
Los gorilas machos pesan hasta 200 kilos y miden 1.80 sobre dos patas aunque por lo general andan sobre 4. La gestación dura 8 meses y medio, las hembras paren alrededor de los 10 años y tienen 4 o 5 crías en su vida. El promedio de vida es de 30 años. Viven en grupos de hasta 40, con un macho dominante de espalda plateada, algunos jóvenes de espalda negra y varias hembras con sus críos. Cuando los jóvenes machos crecen lo suficiente y empieza a blanquear el pelo deben dejar el grupo e ir a formar su propia familia. Son herbívoros. Un macho adulto puede comer hasta 30 kilos de alimento por día y caminan hasta 6 kilómetros para conseguir comida. Cada noche duermen en distinto lugar, preparan con hojas una especie de cama donde dormir. Es fácil saber cuántos hay en un grupo porque hay una cama por elemento, sólo las mamás duermen con los menores de un año. Los gorilas son diurnos, tranquilos, serenos. Nada de eso que vimos en King Kong. Su suavidad y belleza seduce el corazón. Cuando se miran da la impresión de que algo sucede en su interior, algo procesan, tienen un gesto de inteligencia.
Acabamos molidas, manchadas, felices. De salida del parque pasamos por una tienda de canastos tejidos por un grupo de huérfanos de la zona. La dependiente ofreció que los niños fueran a nuestro campamento a cantar y accedimos sin saber qué sucedería. Si de por sí ya estábamos llorosas de ver a los gorilas, cuando escuchamos a 30 chiquillos vestidos de azul y morado abrir la boca no podíamos ocultar la emoción. Algo sucede con las voces africanas, hay algo sublime en la fuerza espiritual de su voz que contrasta con la elementalidad de los cantantes. El objetivo de dicha visita era un donativo a cambio de danzas y bailes. El director del orfanatorio explicó el mecanismo del instituto y nos invitó a participar en su labor con trabajo y donativos. Todo el dinero nos parecía poco después de lo que habíamos presenciado.
Estuvimos 12 días en Uganda, anduvimos muchas horas de carretera mirando el país, sus distintos parques nacionales, ríos, cataratas, otra variedad de animales. Gabriel nos llevó por cada esquina y nos cuidó tan bien que lo ascendimos a arcángel. Nos dio tiempo para recontarnos la vida –como si no nos supiéramos todos los detalles de las otras–, para confesarnos lo inconfesable, reírnos, analizar el pasado, diseñar el futuro. El viaje fue hermoso, también, gracias al regalo de la amistad.
Nada de lo que digo aquí, lo sé mientras escribo, se parece a eso que vimos porque siendo escritora sé que no hay palabras para esa emoción, para tal belleza. Las tres sabemos que nuestra vida es hoy antes y después de cumplir 40 y conocer Uganda.