Lavarse los dientes
Las manías nos diferencian de los otros. Cada quien tiene la suya y en lo visible ahí reside un rasgo de individualidad porque la verdad es que todos, en el fondo y la superficie, nos parecemos tanto… Cuando encuentro a alguien que comparte la mía, lo entiendo como la señal que indica de modo inequívoco al amigo, al amante: camino mientras me lavo los dientes.
Ignoro desde cuando lo hago, pero recuerdo el tiempo de cuando me lavaba los dientes mientras supervisaba que los útiles estuvieran en la mochila, de cuando era el momento para verme de cuerpo completo, con mi ropa de oficina, en el espejo, de cuando regresaba a la conversación ininterrumpida con mi hermana por la higiene bucal. Es tan fácil lavarse los dientes y hacer otra cosa. Es una actividad tan portátil, que hoy en día sigo paseando por el baño y la recámara mientras masajeo las encías con el cepillo. Eso sí, he aprendido a usar la cantidad exacta de crema dental para no babear la ropa y el piso mientras camino.
Otro detalle es que mientras con la mano derecha cepillo hacia arriba y abajo la dentadura y mis pies se mueven en todas direcciones, mi mano izquierda se posa en mi cintura, a media jarra, como harta de eso que sucede, para decirlo con honestidad, dos veces al día. Lo siento, y espero que esto no lo lea mi dentista, pero lavarme los dientes tres veces al día me es muy difícil por las comidas que no hago en casa. Pero seguro la de la mañana la aplico con conciencia y velocidad, y la de la noche, ya con calma incluye el hilo dental. Ahora, mientras escribo esto, me doy cuenta que la caminada es más común en la noche. Cuando no tengo prisa de salir a la calle y puedo explorar mi casa con la boca espumeante y blanca.
Hasta hoy, ninguno de mis hombres ha tenido el mismo hábito y eso explica toda incompatibilidad. Sirva esta confesión de anuncio y si hay por ahí algún varón que camine mientras se lava los dientes, por favor, que no dude en llamar.